Desirée de Fez, crítica y parte del comité de selección del Zinemaldia, clausuró la rueda de prensa de Los Tigres elogiando la singularidad de un thriller que destaca por contar una historia de amor entre hermanos. A diferencia de las aventuras románticas, los hermanos comparten un “espacio mitológico que tiene que ver con lo que no va a volver”, nos contaba Rafael Cobos, guionista inseparable del director sevillano Alberto Rodríguez. La búsqueda del tiempo perdido es una de las capas más profundas de Los Tigres, construida ladrillo a ladrillo de tensión y que reluce gracias a la contención que oímos, persistente, en los latidos que nunca estallan; son los paisajes sonoros del compositor Julio de la Rosa —como ya demostró en otras películas de Rodríguez como La isla mínima, con sus parajes rurales inundados, o Modelo 77, con los entornos penitenciarios—. Bajo esa férrea estructura de imagen y sonido habitan los dos hermanos condenados por una búsqueda frustrada.
Los Tigres abre con vídeo casero donde presenciamos uno de esos momentos fundacionales de la infancia. Los dos hermanos han de saltar al mar y bucear para recuperar el reloj del padre, que lo ha tirado como parte de un juego y adiestramiento en la vida marina. La ausencia de quien filma ese vídeo será tan importante para los hermanos como el mundo subacuático. Justamente, un espacio de rodaje casi inédito en el cine español, ya que en el film no solo hay secuencias de acción bajo el agua, si no que lo submarino se torna un lugar de narración. “Estábamos convencidos de que buena parte habría que rodarla en el mar”, reconoció Rodríguez, “eso se ha hecho poco en España”. Sin referentes a su alcance, el equipo de producción, presente en la mesa (Koldo Zuazua y Guillermo Farré), consiguió dar con un grupo de buzos profesionales liderados por un sueco de madre malagueña, a quienes les deben muchísimo. Son los obreros del agua que se ganan el pan debajo del mar, entre barro, turbidez y peligro constante. “Ha sido largo y laborioso, pero muy satisfactorio”. La inmersión junto con los intérpretes Bárbara Lennie y Antonio de la Torre fue total. Aprendieron a andar bajo el agua, a respirar con escafandra, a “volver a primera” sin gravedad. Ensayos (“por encima de nuestras posibilidades” bromea Lennie) en piscinas, simulacros en Sevilla y rodajes en mar abierto. “Y también hicimos el curso de patrón de barco. ¡Gratis!”. Fuera bromas, ambos tienen un recuerdo duro de la preparación. A Lennie, que tiene pocas secuencias sumergida, le sirvió para entender el universo de esas personas: “Que parte de tu vida pasa debajo del agua atraviesa la identidad. Es gente muy particular”. De la Torre tuvo un ataque de ansiedad el primer día que le pusieron la escafandra, gajes del oficio del actor: “El cuerpo tiene memoria. Había integrado la forma de respirar de mi personaje en Los destellos”, película de Pilar Palomero que formó parte de la Sección Oficial de la pasada edición. Lennie, que se afrentaba a su primer papel protagonista después del nacimiento de su hija, describe la experiencia como una gran aventura, física y emocional: “Ha sido muy dura, muy ardua. He tardado un año en volver a rodar”. “Pasarlo mal juntos une”, bromeaba de la Torre, cuando compartía con los periodistas como de unidos se sienten ahora los dos. A lo largo del rodaje, vencieron los miedos físicos, pero también otros más profundos, ligados a un naufragio compartido. A un amor fraternal tan profundo que “puede empujarlos, sin querer, al abismo”, en palabras de Bárbara Lennie.
Sin embargo, Alberto Rodríguez confiesa que la semilla de la historia se encuentra en otro lugar: la petroquímica de Huelva le había fascinado durante años. Ese fue el espacio que le llevó hasta los petroleros, el buceo y la cocaína. La tentación del “dinero fácil” que ofrece la droga añade tensión a la trama, pero en lugar de centrarse en el narcotráfico marino, Rodríguez resalta el terror con maestría al ocultar a los personajes que amenazan a los protagonistas. Al final, la verdadera amenaza es un reloj que se hunde en el mar: el tiempo sumergido.
Marc Barceló