Aislada en la isla de Tavern intentando concluir su segunda obra de teatro, Lillian Hellman escuchó en la radio el mismo 17 de julio de 1936 la noticia del levantamiento del ejército en España. Mientras su pareja, Dashiell Hammett, intentó alistarse en las Brigadas Internacionales, Hellman, militante antifascista en la órbita del Partido Comunista, asumió la causa como propia y se involucró en la propuesta que le hizo el escritor Archibald MacLeish: crear una productora, Contemporary Historians, con la que levantar un documental que sirviera para recaudar fondos en ayuda a la República.
El proyecto urgía. En él se habían embarcado dos de los más reputados documentalistas del momento, el realizador Joris Ivens y la montadora Helen van Dongen, y la realidad bélica parecía acelerar el paso del tiempo. Hellman no dudó en financiar el viaje de Ivens a España ni en hilar con MacLeish la primera estructura de un guion al que pronto se sumarían Ernest Hemingway y John Dos Passos. Desde París, Jean Renoir se ofreció para locutar la versión francesa; Orson Welles hizo lo propio desde Nueva York con la original. Hubiera sido su primer cometido en el cine, pero Hemingway no se mostró dispuesto a cederle aquel protagonismo.
Ivens desechó la mayor parte del trabajo cuando descubrió que cualquier idea concebida desde la distancia limitaba el alcance de la abrumadora realidad que España desplegaba ante sus ojos. El resultado quedará enmarcado por las imágenes inevitables de cualquier cinta de propaganda —la arcadia de concordia y progreso de la colectivización agraria, los discursos políticos de Líster y La Pasionaria, los lienzos de Sert supervivientes a la destrucción del palacio de Liria, la apoteosis bélica final—, pero si la cámara de Ivens alcanza su sentido último es cuando se absorta ante el inaudito costumbrismo del Madrid asediado: un coche fúnebre avanza entre unas mujeres de luto, un hombre recorre las calles llevando un ataúd infantil al hombro, unos chavales contemplan el hormigueo de la ciudad desde uno de los muros levantados para intentar contener una posible entrada de las tropas nacionales. Un policía echa a un niño que mira fijamente a la cámara ante un cartel que anuncia la proyección de una película de Simone Simon en el cine Madrid-París; en el plano anterior, un furgón de los servicios municipales lo ha dejado atrás en su camino a recoger un cadáver abandonado entre los cascotes de la Gran Vía.
Tierra de España (1937) fue un ejemplo mayestático del deslumbrante cine documental que marcó la década de los treinta. También una fuente de financiación para la causa —el estreno de la película en la mansión del actor Fredric March, ante la aristocracia de Hollywood y con presentación de Hemingway y la propia Hellman, recaudó 13.000 dólares que sufragaron un envío de ambulancias al frente— y una llamada de atención al presidente Roosevelt, que tras solicitar un pase privado en la Casa Blanca garantizó un apoyo a la República que no sostendría en el tiempo. Para entonces, Hellman ya no se encontraba en Estados Unidos, pues había marchado a la URSS como invitada de honor del Festival de Teatro de Moscú. Hará escala en España, a donde llegará en octubre de 1937, cuando la República apenas conserva un tercio de la península y las tropas nacionales se apresuran a partir su territorio en dos. Allí pasará dos meses que le cambiarán radicalmente la vida tras vivir personalmente lo que definió como “una guerra que no se parecía a ninguna otra”.
Felipe Cabrerizo