La Grazia marca el regreso de Paolo Sorrentino a Roma, la ciudad en la que rodó su gran éxito La gran belleza, ganadora del Oscar en 2014. Tras dos títulos profundamente ligados a su Nápoles natal –Fue la mano de Dios (2021) y Parthenope (2024)–, Sorrentino vuelve a la capital de Italia para trazar un retrato íntimo y melancólico de un hombre poderoso ante su retirada. El protagonista, como en sus dos anteriores incursiones en el retrato político –Il Divo (2008), sobre el siete veces primer ministro Giulio Andreotti, y Loro (2018), sobre el cuatro veces primer ministro Silvio Berlusconi–, vuelve a ser Toni Servillo. Pero esta vez no se basa en un personaje real, ni se deja llevar por el cinismo y la sátira. Su protagonista, Mariano de Santis, es un presidente de la República Italiana salido de su imaginación que en los últimos días de su mandato se enfrenta a algunas de las decisiones más difíciles de su vida.
Mariano De Santis no es un político caricaturesco, sino un hombre que encarna el peso de la responsabilidad, de la conciencia y del legado. Un jurista prestigioso y riguroso metido a político. A través de él, La Grazia se pregunta qué queda de un ser humano cuando el poder se acaba, los himnos ya no suenan y el protocolo desaparece. Enfrentado a una ley de eutanasia, a dos posibles indultos por crímenes pasionales o a la sombra persistente de su reciente viudedad, De Santis, al final de una vida pública, debe revisar sus convicciones y su historia familiar.
Sorrentino, en uno de sus trabajos más contenidos y emocionales, evita entrar en disquisiciones puramente políticas. No importa si su presidente es progresista o conservador; sus dudas hacen pensar en una persona con ideas democristianas, pero lo que importa es su humanidad. Aunque la película se abra con una secuencia aérea en la que aviones militares dibujan la bandera italiana –mientras se recitan artículos de la Constitución–, el film no es una exaltación institucional, sino una reflexión existencial.
Ambientada en los salones majestuosos del Palazzo del Quirinale, La Grazia construye una especie de corte íntimo: asesores, amigos de la infancia, familiares que orbitan alrededor del presidente, no como figuras políticas, sino como testigos de su transición hacia la despedida. Esta estructura permite que la película explore las relaciones personales con calidez, alejándose de los tópicos del thriller político. Aquí hay tiempo para la melancolía, la ironía, la complicidad y la nostalgia.
Toni Servillo firma una interpretación soberbia, por la que ha ganado la Copa Volpi a la mejor interpretación masculina en el último Festival de Venecia, probablemente la más sobria y conmovedora de su larga colaboración con Sorrentino. De Santis es sereno, vulnerable, reflexivo. Le acompañan Anna Ferzetti como su hija Dorotea, una jurista que equilibra la firmeza institucional con la empatía filial, y una magnética Milvia Marigliano, que aporta a cada escena una chispa imprevisible y una libertad casi anárquica.
A pesar de que siguen presentes los rasgos estilísticos inconfundibles del cine de Sorrentino –el gusto por lo insólito, la belleza en la composición de sus imágenes, el humor, las elecciones musicales inesperadas (como el uso del rap italiano o la electrónica)–, La Grazia muestra una contención novedosa en Sorrentino.
Si La gran belleza era la crónica de una decadencia luminosa, La Grazia es la de una retirada silenciosa. En ambas, el vértigo es el mismo: el de mirarse en el espejo del tiempo y preguntarse qué permanece a medida que todo lo demás desaparece.
Carlos Elorza