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En Ella, yo y el otro (1972), chabacano título español para el mucho más discreto y contenido César et Rosalie original, Rosalie (Romy Schneider) quiere ejercer su libertad. Puede parecer demasiado fascinada con su actual pareja, ese César con aires de triunfador, algo brusco y exagerado, retador e impulsivo. Y también demasiado añorante de su primer amor, el más reposado y romántico David (Sami Frey), que reaparece en su vida. Rosalie, siempre en medio de esos dos polos de atracción masculina que entran en pugna o alianza de diversos modos, es quien define realmente un triángulo amoroso que Claude Sautet llena de matices y recovecos, y que la productora del film, Michelle de Broca, vio desde el primer momento como “una historia feminista. Me pareció que esa mujer que amaba a dos hombres y se atrevía a decirlo, resultaba muy avanzada. Y le dije a Claude que quería producir la película que todo el mundo le había rechazado”, explicaba la productora en el documental Sérénade a 3 (Pierre-Henri Gibert, 2012).
Sautet tenía en mente el personaje de César desde muchos años atrás. Más que nada porque estaba directamente basado en su hermano Pierre, mucho más extrovertido e impulsivo que él. Fue finalmente Yves Montand quien terminó de dar carácter a un César que, con la habitual destreza de Sautet para trabajar poco a poco los personajes en sus diversas capas, se define muy bien con sus acciones en una serie de secuencias iniciales: en sus presuntuosas tretas en el negocio de chatarra de coches; en la imprudente carrera al volante que emprende porque no puede consentir que nadie le adelante; y en sus imprescindibles partidas de póker con amigos en las que siempre pide a Rosalie que les traiga otra cubitera con los hielos. La sumisión de Rosalie es solo aparente.
El director quería que la protagonista de su sexto largometraje fuera Catherine Deneuve. Pero no estaba disponible. Lo lógico era recurrir a Romy Schneider, pero Sautet temía que volver a trabajar con la actriz que ya había protagonizado sus dos anteriores películas, Las cosas de la vida y Max y los chatarreros, se viera como una forma de encasillamiento. La evidencia se impuso. Y menos mal, porque la alegría aparentemente inocente, la melancolía que se apodera a menudo de Rosalie, la determinación que solo se hace explícita de forma muy sutil en miradas y toma forma en decisiones calladas, no hubiera sido igual con el estilo más distante de Deneuve. La belleza y encanto máximos de Schneider en Ella, yo y el otro esconden variados matices de un personaje que se revela mucho más fuerte de lo que pueda parecer.
Ella, yo y el otro, que cuenta también con un pequeño papel de una jovencísima Isabelle Huppert en su segundo trabajo para el cine, es uno de los tratamientos más desprejuiciados y libres del triángulo amoroso, esa figura tan central en el cine francés de los 60 y 70, sin recurrir a provocaciones ni rupturas estilísticas o morales. Escogiendo muy bien los momentos en el tiempo para construir el fragmentado relato, Sautet y su coguionista fundamental en toda esa etapa, Jean-Loup Dabadie, con un equipo ya muy definido que incluía al músico Phillipe Sarde (con audaz inclusión de un sintetizador Moog marcando el ritmo en los créditos iniciales), al director de fotografía Jean Boffety y a la montadora Jacqueline Thiédot, compusieron un film central en la filmografía del director y de permanente vigencia al indagar en los verdaderos deseos y las decisiones personales de una mujer ante dos hombres.
Ricardo Aldarondo