Antes de que el golpe de Estado de Pinochet sumiera a Chile en la negrura de la dictadura, Raúl Ruiz (1941- 2011) era uno de los nombres más importantes de aquella cinematografía igualmente mutilada. Ruiz es responsable de una fascinante filmografía que atraviesa dos continentes con más de cien películas realizadas en Chile antes y después del golpe militar (Tres tristes tigres, La colonia penal, El realismo socialista, La expropiación, Diálogos de exiliados, La noche de enfrente, La telenovela errante), en Portugal (The Territory, La ciudad de los piratas o Misterios de Lisboa, con la que obtuvo el premio a la mejor dirección en el SSIFF de 2010), Francia (La vocación suspendida, Hipótesis de un cuadro robado, Tres vidas y una sola muerte, Genealogías de un crimen, El tiempo recobrado, La comedia de la inocencia), Inglaterra (Secretos inconfesables), Estados Unidos (The Golden Boat, En brazos del asesino), Honduras (Utopía), Austria (Klimt), Países Bajos (El techo de la ballena), Suiza (El día aquel) e Italia (Edipo, L’estate breve).
Cuando dirigió El realismo socialista, en 1973, se encontraba en verdadera plenitud. El film, un híbrido entre documento y ficción que satiriza aspectos del socialismo a la vez que revela de forma crítica sus fisuras, empezó a filmarse a finales de 1972 y quedó inconcluso cuando Pinochet se hizo con el poder. Era entonces un fresco de 270 minutos previstos de duración, en el que un tipo de derechas se reconvertía en activista de izquierdas y un obrero socialista seguía el proceso inverso. El concepto de Ruiz era motivar debate en las filas del socialismo chileno ironizando sobre el desarrollo de la Unidad Popular de Salvador Allende. Pero Pinochet lo cambió todo. “No es un problema ideológico, es un problema de vida o muerte”, dice el efusivo socialista encarnado por Jaime Vadell en una escena del film, sin saber entonces lo que depararía el inminente futuro del país tras el ataque al Palacio de la Moneda presidencial el 11 de septiembre de aquel 1973. La lógica siempre acaba imponiéndose en forma de justicia poética: el mismo Jaime Vadell encarna al Pinochet vampiro en la reciente El Conde de Pablo Larraín.
San Sebastián acoge el estreno mundial del montaje de El realismo socialista reconstruido por Valeria Sarmiento, viuda y colaboradora de Ruiz. Ahora son 78 minutos, metraje suficiente, pese a muchas variaciones respecto a la idea original, para que este fino y virulento alegato político resurja afortunadamente de entre los muertos. Suficiente y doloroso: Sarmiento, durante el proceso de restauración, se preguntaba qué fue de muchos de los obreros que aparecen en el film; el director de fotografía de El realismo socialista, Jorge Müller, sigue desaparecido a día de hoy. El material rodado salió de Chile a través de la embajada alemana y llegó hasta París, la ciudad en la que se exiliaron Ruiz y Sarmiento, y de aquí acabaría siendo depositado en una universidad estadounidense. Hay en esta versión un enfoque sin medias tintas de la realidad chilena de la época. Tras la nacionalización del cobre y la expropiación de los bancos, el pueblo sigue teniendo hambre y los dirigentes del partido no escuchan a los obreros que quieren ocupar una fábrica y hacerla productiva. Ruiz fija la crisis entre la teoría y la práctica del gobierno de Unidad Popular para montar después imágenes −ahora mismo, devueltas a la luz del proyector, francamente inquietantes− de señoras de derechas protestando en las calles. El fascismo estaba en algo más que una fase larvaria y la izquierda seguía sin darse cuenta.
En otra secuencia de la película, dos personajes ideológicamente opuestos, del Partido Socialista y del Partido Radical, discuten dentro del coche de uno de ellos. De repente, descienden del auto y, de mutuo acuerdo, dirimen sus diferencias a tortazos con el acompañamiento de una música circense. Escenas satíricas de este tipo abundan en el film. También lo hacen los momentos de tono documental que ilustran a la perfección los seísmos internos de la izquierda chilena: la conversación entre varios intelectuales de los partidos izquierdistas, procedentes de la pequeña burguesía, la oligarquía o el marxismo −infelices de un modo u otro por el desarrollo del capitalismo, pero fuera de la clase obrera estricta y sin despojarse de sus ascendentes burgueses− y la dialéctica sobre la conciencia de clase que se produce en dicha e ilustrativa conversación. Es importante la recuperación de esta película cercenada por la dictadura, como lo es la sensación de alerta, entre los pliegues de la ironía, que arroja hoy, cuando el auge de la extrema derecha, las agresiones bélicas y los golpes militares capitalizan la información diaria.
Quim Casas