En una noche del verano de 1816 en la Villa Diodati, una noche eléctrica de rayos, truenos, vino y creación literaria evocada en películas como Remando al viento, de Gonzalo Suárez, y Gothic, de Ken Russell, dos poetas románticos ilustres, Percy Shelley y Lord Byron, y dos novelistas en ciernes, Mary Wollstonecraft (prometida de Shelley) y John Polidori (secretario y médico personal de Byron), jugaron a crear literatura de misterio y terror. Polidori dio vida al relato “El vampiro”. Mary comenzó a pergeñar lo que dos años después se editaría con el título de “Frankenstein o El moderno Prometeo”. La tormenta eléctrica que cayó sobre la casa aquella noche inspiró la tormenta eléctrica con la que el doctor Victor Frankenstein insufla vida al cuerpo cosido con miembros de varios cadáveres. Victor desafiaba las leyes de Dios. Pero la impronta de la criatura creada de la masa inerte y la carne muerta hizo que se erigiera en protagonista de la historia en la cultura popular. De ahí que durante años al “monstruo” se le llamara Frankenstein, cuando en realidad no tiene nombre y es la proyección de una obsesión y un desafío del verdadero y terrenal Frankenstein.
Villa Diodati estaba cerca del lago Leman, en Suiza. Las obras de Mary y Polidori pertenecen al género gótico. La figura del vampiro aun debería esperar ocho décadas hasta institucionalizarse literariamente con el “Drácula” de Bram Stoker. En el imaginario cinematográfico, Drácula y Frankenstein han sido los personajes más populares y adaptados, mucho más que la Momia, el Hombre Invisible o el Hombre Lobo; menos, eso sí, que los muertos vivientes, sobre todo en la efervescencia zombi de los últimos tiempos. La película que Guillermo del Toro ha consagrado al moderno Prometeo busca restaurar los atributos originales de la novela de Mary Shelley que el propio cine acabaría hurtándole y deformando. El mismo proceso lo desarrollaron Kenneth Branagh y Francis Ford Coppola, director y productor de Frankenstein de Mary Shelley (1994), en la que Robert De Niro era una criatura más cercana a la descrita en la novela que la instaurada popularmente por el Boris Karloff de El doctor Frankenstein (1931), la por otra parte estupenda película de James Whale que junto al Drácula de Tod Browning y La momia de Karl Freund oficializaría el comienzo del gran ciclo de terror de la Universal.
En esta imagen popular, en los recordados e hipnóticos fotogramas que la niña Ana Torrent consumía en El espíritu de la colmena (1973), la criatura creada por Frankenstein tiene la cabeza cuadrada, un par de tornillos en el cuello –herencia de su nacimiento eléctrico– y una estatura considerable. Mel Brooks jugaría a conciencia con su nacimiento en El jovencito Frankenstein (1974), explicando de manera muy simple porque el cerebro de una persona deficiente servido por el Igor de joroba cambiante convertía al moderno Prometeo en un ser de instintos básicos y escasa inteligencia. El cine de Hollywood aceptó esa imaginería espectacular, pero poco fiel al libro de Mary Shelley, y después llegaron auténticas y “simpáticas barbaridades” como la colisión de “monstruos” en varios films de Universal –ver juntos a Frankenstein, Drácula y el Hombre Lobo podría tener su gracia en los cuarenta, pero hoy ya no funciona–, series B para el mercado teenager como Yo fui un Frankenstein adolescente (1957) y, en el cine mexicano de los setenta, la sicotrónica Santo y Blue Demon contra el doctor Frankenstein (1973), en la que los dos luchadores aztecas enmascarados del título se enfrentan a un científico que utiliza cerebros de chicas muertas para revivir a su esposa fallecida.
Por supuesto, en medio de estas jugosas calamidades está el gran ciclo de Hammer con los films de Terence Fisher o Freddie Francis en los que Peter Cushing fue un tan elegante como perturbado Victor Frankenstein y Christopher Lee, en el primero de ellos, La maldición de Frankenstein (1957), dio vida a una criatura menos rocosa y “atornillada” que Karloff. Hasta Jesús Franco, el gran todoterreno del cine de género y la coproducción, se acercó a la creación de Mary Shelley con La maldición de Frankenstein (1972) y Drácula contra Frankenstein, ambas de 1972, un año antes de que Paul Morrissey, Andy Warhol, Joe Dallesandro y Udo Kier facturaran en Italia y en 3D su grotesca Carne para Frankenstein. Pero nada como Jesse James contra la hija de Frankenstein (1966) del rey de la serie B, William Beaudine: ¡no es un film de terror! ¡no es un western! ¡es un auténtico híbrido, un cambalache, una película mutante!
Argumento universal mayúsculo, disquisición sobre el desafío las leyes de la naturaleza, ciencia ficción y relato de puro gótico, “Frankenstein o el moderno Prometeo” ha dado pie en los últimos años a originales reconversiones como Frankenweenie (2012), largometraje de Tim Burton inspirado en uno de sus primeros cortos, con un niño que revive a su perro muerto, o títulos más académicos como Victor Frankenstein (2015), con James McAvoy en el papel de Victor y Daniel Radcliffe en el de Igor, abocados ambos a una investigación sobre la inmortalidad, e incluso un biopic sobre la escritora, Mary Shelley (2017), protagonizado por Elle Fanning. Hasta llegar a Del Toro, comprometido con la causa de ser fiel a si mismo siendo fiel al espíritu que anidó una novela en la que Prometeo no roba el fuego para los humanos, sino que cree ser superior a Dios.
Quim Casas