Es ya un lugar común decir que Aniki-Bóbó (1942), el primer largometraje de Manoel de Oliveira, constituye un precedente del neorrealismo italiano. Y también un tópico fácilmente rebatible. No hay duda de que ahí están las calles de Oporto, los niños que parecen presagiar a los que Vittorio De Sica recreará en la inmediata posguerra, el barrio, el puerto, la escuela, el primer amor y una peripecia argumental sencilla y ligera. Pero no lo es menos que Oliveira aborda ese material con un cuidado en la puesta en escena y una tendencia hacia el fantastique por completo ajena a El limpiabotas (1945) o Ladrón de bicicletas (1948). La planificación se basa en encuadres de cuidadosa geometría, como anunciando sus películas posteriores, sobre todo las que realizó a partir de los años sesenta, y el montaje dibuja una escritura que atiende más a la continuidad o choque entre los planos que a la captura de “lo real”, sea eso lo que sea. Si hay que relacionar Aniki-Bóbó con el primer neorrealismo, entonces, habrá que convenir en que está más cerca del Visconti de Obsesión (1943), realizada solo un año más tarde, que del Rossellini de Roma, ciudad abierta (1945) o Paisà (1946).
De hecho, Oliveira convierte su punto de partida, casi un cuento infantil, en un tenebroso auto sacramental, una alegoría religiosa que parece el antecedente de algunos de sus films más maduros, de Los caníbales (1988) a El convento (1995). La rima infantil que le da título se transfigura en contraseña de entrada a un universo maravilloso, a una cotidianeidad que no es tal, sino más bien un camino de perfección. Y Carlitos, el niño protagonista, no es simplemente un héroe realista, su misión no es enfrentarse a Eduardo, el gamberro de la clase, por la atención de Terezinha, la muchachita más guapa del barrio, del mismo modo en que no hay crítica social y en que la trama transcurre en ese momento como podría hacerlo en cualquier otro. Al contrario, Oliveira prefiere centrarse en el dueño de una tienda de juguetes, significativamente llamada “El rincón de las tentaciones”, para transfigurarlo en el guardián de una reluciente muñeca que exhibe en su escaparate y alrededor de la cual gira todo lo demás: Terezinha la desea, Carlitos la robará para ganarse su amor y el asunto entero se convertirá en una lucha entre el bien y el mal donde, sin ir más lejos, una reunión infantil en una noche de tormenta podrá incluir un pequeño debate sobre la existencia del diablo.
Más un apólogo moral de inspiración teatral que una crónica urbana, Aniki-Bóbó ostenta igualmente una refinada crueldad, muy cercana al Buñuel de la época, incluso al de Los olvidados (1950), por mucho que aquí el tono renuncie a cualquier tipo de agresividad para acercarse al de la fábula amable. Y así, la imagen inicial, ese niño que cae a las vías al paso de un tren, a partir de la cual se desplegará un amplio flashback, no pretende abdicar del refinado vanguardismo de Douro, faina fluvial (1931), el primer corto del cineasta, ni convertirse en manifiesto de ese naturalismo feroz que algunos films europeos exhibirán poco después: para Oliveira, el cine nunca se limita a reflejar la realidad, sino que intenta constantemente trascenderla.
Carlos Losilla