Posiblemente, el momento más conflictivo de la tortuosa relación que mantuvo Lillian Hellman con Hollywood llegó a finales de la década de los treinta. El éxito de Esos tres le había abierto las puertas de la industria en forma de sustancioso contrato con Samuel Goldwyn, pero harta de trabajar en guiones que le resultaban ajenos decidió instalarse en la negativa ante cualquier propuesta del productor. Una firmeza que no manejaba con las proposiciones de amigos, y William Wyler era uno de los más cercanos que tenía en Los Ángeles.
Fue Wyler quien le hizo llegar un guion titulado El vaquero y la dama que languidecía desde hacía tanto tiempo en las oficinas de Goldwyn como para que el anuncio de su rodaje en “Variety” hubiera levantado comentarios sarcásticos. En origen un libreto abocetado por Leo McCarey, se rumoreaba que remedando un guion ajeno, el de la película de Gary Cooper I Take This Woman, y entregado apresuradamente para sufragar unos inesperados gastos hospitalarios. También se decía que, ante la propuesta de Goldwyn de que lo dirigiera, McCarey se había limitado a responder un “no pienso tocar esa mierda”. A partir de ahí se había sucedido un rosario de reescrituras a cada cual más desatinada, pero Goldwyn lo tenía claro: si Cooper había hecho rentable I Take This Woman, haría también rentable El vaquero y la dama (1938). Solo necesitaba un director solvente y para algo tenía bajo contrato a Wyler, por mucho que al leer el guion se hubiera echado las manos a la cabeza exigiendo a Hellman como último recurso para poner orden en aquel desbarajuste.
Nadie se llame a engaño por un título que parece avanzar un western: el vaquero que en él luce no es ningún pionero sino un cowboy de rodeo urbano, el mismo que enamora a una chica de clase alta encarnada por Merle Oberon que intenta combatir el aburrimiento haciéndose pasar por una de las criadas de su mansión de Palm Springs. Y en consecuencia el metraje se sostiene no sobre praderas ni tiroteos, sino sobre confusiones de identidades, enamoramientos fulminantes, mujeres iconoclastas y su pizquita de sátira a costa del amor que trasciende las diferencias de clases. Puro terreno de screwball comedy: entre la docena de ghost writers figuran dos de los creadores del género, Anita Loos y Robert Riskin.
En aquella zapatiesta de firmas no acreditadas, la de Hellman cayó en el olvido, tanto como para que este trabajo haya sido obviado por la mayoría de sus biógrafos. Bien es cierto que ni tan siquiera lo concluyó, relevada inmediatamente por otros guionistas más atentos a las consignas de Goldwyn; en aquel terreno pantanoso ni Wyler consiguió sobrevivir, suplido al poco de iniciarse el rodaje por H.C. Potter, un realizador que Hellman definió despectivamente como “guaperas de colegio privado, chico respetable, nieto de un obispo”. En estas circunstancias, no es extraño que el resultado sufra en la comparación con los modelos de Capra, Lubitsch o Sturges con los que ambiciona parangonarse, pero pese a ello El vaquero y la dama mantiene el equilibrio por su acertado tono de comedia amable, por su brillante dupla protagonista, por el trabajo intachable del operador Gregg Toland y por el que terminó resultando sin duda su mayor logro: ser capaz de esquivar el cosido frankensteiniano al que parecía abocado aquel empeño colectivo. Y todo con el añadido de la rareza: es esta la única comedia en la que Hellman trabajaría a lo largo de su carrera.
Felipe Cabrerizo