La azarosa y errática distribución del cine japonés en España nos privó de conocer en su día la obra del cineasta Yoshimitsu Morita (1950-2011), quien, con más de una veintena de películas de variados géneros en su haber, es sin embargo un nombre de referencia en su país. Hay consenso en que la película más emblemática de su filmografía es Family Game (Kazoku Gemu, 1983), considerada ya un auténtico clásico: la prestigiosa revista japonesa “Kinema Junpo” la votó en su día como mejor película del año; más tarde la consideraría como la más destacable de la década de los ochenta y también la incluiría en la lista de las diez mejores películas japonesas de la historia.
En principio Family Game se adscribe a la tradición del relato iniciático adolescente y del drama familiar que con tanta fortuna habían trabajado ilustres precedentes como Yasujiro Ozu. Pero estamos en los ochenta y los tiempos han cambiado, hay algo de subversivo en todo el conjunto. La familia protagonista, los Numata, es más bien disfuncional, como demuestra su peculiar costumbre de sentarse en un único lado de la mesa sin mirarse nunca cara a cara: un padre inoperante (interpretado por el también cineasta Juzo Itami), una madre tristemente resignada a su suerte, un hermano mayor que vive su primer amor de manera un tanto pintoresca y un hermano menor que es un desastre en los estudios, sufre bullying y está obsesionado con las montañas rusas. A ese excéntrico microcosmos se suma el enigmático Yoshimoto, contratado como profesor particular del hijo menor, un tipo glotón y de estrafalaria conducta que actuará como revulsivo en ese grupo familiar plagado de tensiones que no se atreven a salir a la luz. Ese escena rio –en el que pueden resonar ecos de Teorema (1968) de Pier Paolo Pasolini– alcanza la catarsis en la secuencia más recordada de la película: una desopilante última cena resuelta en un plano estático de ocho minutos, virtuosa explosión de humor negro que recuerda a los mejores momentos del cine cómico mudo.
La restauración que se presenta en la sección Klasikoak hace justicia al insólito estilo cinematográfico de Morita, que se puede disfrutar ahora en todo su esplendor: sus elaboradas composiciones geométricas, su registro de paisajes industriales y urbanos, su hábil coreografía de los actores en el minúsculo espacio doméstico donde transcurre la acción, su imprevisible sentido del montaje y su atípico empleo del sonido. Pero, sobre todo, es una manera de entregarse a un saludable sentido del humor que puede rozar el absurdo, pero que nunca es gratuito. La sátira social que es Family Game esconde también una atenta mirada a sus personajes carentes de afectos, está seriamente comprometida con ellos. El juego familiar al que alude el título del film es un código de conducta que los personajes representan de manera irreflexiva, interpretando roles que les han sido impuestos para limitar sus más profundos deseos. A diferencia del cine de Yasujiro Ozu –en el que los familiares dirimían sus problemas reuniéndose alrededor de la mesa y tratando de comprenderse unos a otros en un impulso centrípeto–, Morita registra los movimientos dispersos y miradas esquivas de unas figuras atrapadas entre paredes y escenarios repetitivos, semejantes a las rígidas casillas de un tablero. Pero la mirada distante de Morita sólo lo es en apariencia, porque tras ella se palpa también una sincera ternura hacia sus personajes.
Roberto Cueto