Al comienzo, es el agua. La cámara se sumerge, y junto a ella un cuerpo joven. El medio acuático, la piel, los contornos, los movimientos, y luego los rayos del sol: así se presenta Estrany riu, que explora lo sensorial, la fisicidad tanto del entorno como de su protagonista; pues, en el fondo, el primer largometraje de Jaume Claret Muxart versa en torno al descubrimiento del deseo. Lo hace, sin embargo, desde la sugerencia, situándose en lo posible y no en la constatación, como si las emociones que le recorren al protagonista fueran tan cambiantes como el devenir de un río.
Él es Dídac, un chico que pasa el verano haciendo una ruta por el Danubio con su familia: la madre, actriz; el padre, arquitecto; y los dos hermanos menores, Guiu y Biel. Las profesiones, los nombres y las vacaciones definen la clase: una familia catalana de estatus medio alto. La película tiene algo de todo esto, de cuerpos y pasajes bellos; del deseo como algo que flota, de la pulsión de la juventud como algo que va por dentro, callado; de frustraciones y tensiones familiares propias de ese entorno. La madre, por ejemplo, revela en un momento que su carrera se vio interrumpida por la crianza (quienes hemos seguido la trayectoria de Nausicaa Bonnín encontramos aquí una actriz que ha dejado atrás la juventud para encarnar la madurez en toda su complejidad). El padre, por su parte, quiere explicarle a ella y a sus hijos los detalles arquitectónicos de uno de los lugares que visitan; pero ellos, en vez de prestar atención, le dejan hablando solo para gastarle una broma. Y, mientras, Dídac observa a un joven que se va apareciendo; y Guiu, por su parte, contempla a su hermano fijarse en ese chico.
Claret Muxart gira su cámara hacia la materialidad del agua, la luz del sol en el atardecer y las miradas. Sin embargo, Estrany riu no es una película callada, aunque en algunos momentos lo pueda parecer, sobre todo en los misteriosos encuentros entre Dídac y ese otro chico, que se cruza en su camino y con el que apenas puede intercambiar unas palabras, cada uno en su idioma. Hay conversaciones, sobre todo en la familia, que Claret Muxart filma, en algunos casos, dejando a algunos de sus personajes casi de espaldas, como si quisiera preservar una cierta esfera de intimidad. En una de esas charlas, por ejemplo, el padre, preocupado por la situación sentimental de su hijo, inquiere con afecto a Dídac sobre la relación que este tiene con un amigo suyo del instituto. El chico, al final, dice que su padre no entiende nada, que su generación no le da tantas vueltas al asunto de si a alguien le gustan los chicos o las chicas, una postura que la película hace suya.
Dídac irá descubriendo cómo relacionarse con el deseo. La presencia de ese chico parece estar en un limbo entre lo fantástico y lo real, pues por momentos la experiencia de Dídac se solapa con algo que su madre vivió años atrás, cuando era joven e hizo exactamente ese mismo viaje, reforzando la cuestión de las relaciones familiares como uno de los propósitos de la película. La realidad y lo imaginado, lo vivido por el chico y la evocación del pasado de la madre se entremezclan, igual que un cuerpo se funde con el agua.
Violeta Kovacsics